Gustavo Vidal, prologado por Jesús Palacios, publica «El hijo secreto del papa Ratzinger», una novela satírica que renueva el humor en la novela española actual (Ediciones Atlantis)
Gustavo Vidal logró sacar más de una sonrisa en Madrid el pasado viernes 26. El hermano de César Vidal presentó en la Asociación de Escritores y Editores Españoles (AEAE) su nueva novela, “El hijo secreto del papa Ratzinger”, el que, según sus propias palabras, “podría ser el libro más divertido de los próximos años en nuestro país”.
Para el autor “el humor en tiempos de crisis debe ser utilizado como un arma para sobrevivir a los problemas económicos” y así lo ha plasmado en esta genial obra donde las carcajadas están aseguradas aunque su trama se cimente en la desaparición de dos mujeres y la crisis (económica y moral) sea la gran protagonista de cada uno de sus párrafos.
Revistas de humor como “La codorniz”, “Hermano lobo” y hasta el actual “El Jueves” son referentes periodísticos en clave de humor para un escritor como él porque, tal y como dijo en el acto, “hay muchas maneras de criticar la corrupción política y religiosa y es en clave de humor como finalmente decidí hacerlo”.
Y es que, como dice el prologuista de “El hijo secreto del papa Ratzinger”, Jesús Palacios, “España es un país tan serio que solo podemos tomárnoslo a risa, especialmente cuando las cosas se ponen feas”.
PRÓLOGO, POR JESÚS PALACIOS
DE CODORNICES, LOBOS Y PERCEBES
España es un país serio. Muy, pero que muy serio. Está lleno de Academias, Universidades, Ministerios, Museos, Ateneos… Vaya, como cualquier otro país, dirán algunos. Pero no. No como cualquier otro país. Aquí nos lo tomamos muy a pecho. Por el qué dirán –aunque donde dije digo, digo diego, ya se sabe-. Por la comparación con el resto del mundo y, sobre todo, con Europa (que nunca estamos muy seguros de si formamos o no parte de ella… Ella tampoco lo tiene claro). Porque estamos hartos de que España sea sinónimo de sevillanas, castañuelas, gitaneo, toros y flamenco –con mis respetos-. De playa, cañita de cerveza y marcha –baila, baila bailando… toda la nooooche…-. Cierto que somos los números uno del deporte internacional. Ahí, sí. Ahí les hemos dao. Nos toman en serio, y desde las favelas de Brasil a las peores barriadas de Johannesburgo se habla de Messi –que es como Borges, es decir: argentino, no un fruto seco-, de Alonso –que no es Quijano-, de Nadal –que no es el del Premio-, de los hermanos Gasol –que no son salteadores de caminos-, del Barça y el Real Madrid -¡cómo une el sano deporte del balompié a la nación!-, etc. Eso no es para tomarlo a risa, ¿eh? Los toros podrán ser crueles y bárbaros, pero los nobles deportes de competición, son característica extremadamente civilizada de una cultura avanzada, sofisticada y, sobre todo, seria (¿no han visto “La carrera de la muerte del año 2000”? Pues véanla, pero la antigua, por favor).
Y como España es tan seria, la crisis ha venido igual: muy en serio. Consecuencia de lo cuál, es que los españoles hagamos con ella lo que en este país tan serio solemos hacer siempre con las cuestiones serias. Tomárnosla a cachondeo. Reírnos de ella, porque con ella es más difícil. Pero reírnos a gusto. Como se reía Gila de la pobreza galopante y el militarismo cochambroso de la posguerra. Como reía Mihura del entrañable adocenamiento burgués del español medio (de pegamento y…). Como reían Berlanga y Azcona de la negrura abisal de la España cañí. Como antes de la guerra –la Civil, no la de Irak-, se reían los bohemios con su media tostada y su copita de aguardiente, el estómago vacío y la cabeza borracha de ideas. Como después de la guerra –Civil, no la de Vietnam- se reían los que se quedaron, para hacer la guerrilla a escondidas, de la única y mejor manera en que podía darse el esquinazo a la censura nacional-católica y franquista: con humor y con risas. Así se reían y hacían reír Jardiel Poncela, Tono, López Rubio, Jorge Llopis, Edgar Neville, Julio Camba, y algunos otros señores de orden, que sembraban el desorden a mansalva, sin importarles etiquetas (negras o no).
Porque España es un país tan serio que solo podemos tomárnoslo a risa, especialmente cuando las cosas se ponen feas. Cuanto más negro es el horizonte español, más nos reímos. Lo nuestro es el humor absurdo, porque no hay nada más absurdo que, por ejemplo, la sardana. Lo nuestro es el humor realista, porque la realidad española es como la sardana: absurda. Y negra, claro. De ahí, lo que yo denomino Negrorrealismo –por vulgar imitación del Neorrealismo italiano, que no era neo, ni realismo y a lo mejor ni siquiera italiano, pero se vendió bien-. Esta es nuestra gran aportación a la cultura y la civilización modernas: el Negrorrealismo. Lo digo en serio. Y lo malo es que se que se lo van a tomar ustedes a cuchufleta. Pero es lo que hay. O lo que debería haber, porque desgraciadamente todavía queda mucha gente en este país que se toma demasiado en serio a sí misma. Ya lo insinuamos más arriba.
Afortunadamente, no es este el caso de Gustavo Vidal Manzanares y su “nivola” de misterio “El hijo secreto del Papa Ratzinger”, cuya lectura, ligera, breve y maligna, van ustedes a emprender (de hecho, si están cansados de este largo chiste a modo de prólogo, empréndanla, empréndanla ya, hombre…). Que comience con una cita de Jardiel, ya dice mucho, aunque dice más que termine como termina. No se asusten, que esta no es una edición de clásicos Cátedra y no se lo voy a contar. De hecho, les contaré poco sobre lo que cuenta la novela, y algo más sobre cómo se cuenta.
Se cuenta en la novela, la peripecia cuasi-detectivesca de Cristóbal Terradillos, abogado suspendido de ejercicio, hipocondríaco, mitómano, casanova fracasado y adicto a Google, que en complicidad con Miguel Palmero, policía al borde del ataque de nervios, con complejo de Rambo, depresivo y deprimente, y el doctor Tena, psicólogo con consulta ilegal, porrero profesional y violento enemigo de la telebasura, deberá resolver la extraña desaparición de dos viejas beatas, Doña Caridad y Doña Esperanza, habitantes de su misma extravagante y paradójica comunidad de vecinos madrileña. Esto se cuenta. Y se cuenta con constante y soberano cachondeo, el tono (nunca mejor dicho, por don Antonio de Lara) más apropiado para los apocalípticos y sicalípticos tiempos que vivimos, que el autor retrata con implacable coña, más coña que implacable, pero no por ello menos implacable (me lío).
Estamos, pues (avisados quedan), en el mundo de “La Codorniz” y hasta del “Hermano Lobo”, con algún toque de “El Jueves” –el de antes, más que el del último miércoles-, y muchos más, propios de aquella generación (o generaciones) del humor, que tan maltratada ha sido por la crítica española durante demasiado tiempo, y que diera de sí algunas de las mejores plumas de nuestra literatura del siglo pasado. Que no por ello es necesario tomársela demasiado en serio (a lo burro), sino, por el contrario, muy a broma. Porque la vida, ya saben, es una broma. De mal gusto, quizá. Pero broma, al fin y al cabo. Y así, “en broma”, como la vida misma, Gustavo Vidal pasa revista con garra cruel e incisiva a nuestra España en crisis. No solo económica, no. Sino también intelectual. Una España donde renacen y se conservan –en vinagre, pero bien conservados- el reaccionarismo y el nacionalismo más carpetovetónicos, inmovilistas y pedestres, aggiornados con teorías conspiratorias que visten de sayo nuevo viejas paranoias –masones incluidos-. España de emigrantes y emigrados, denigrantemente denigrados, no gratuitamente, sino de forma bien interesada. País de corrupciones, corruptelas y entretelas de la corrupción, donde la santurronería y el catolicismo más gazmoño esconden negocios redondos, con aprovechamiento del recurso nacional más abundante: el tonto. “El hijo del Papa Ratzinger” es, también, roman à clef, donde muchos lectores identificarán fácilmente los personajes parodiados -¿retratados simplemente?- por su autor, aunque tampoco, desde luego, dependa solo de ello el disfrute de la obra. Qué duda cabe que el humor, sobre todo el Negrorrealista, tiene bastante de coyuntural, pero también es de recibo, porque es casi obligación de una novela como esta descoyuntar la coyunda alimenticia entre una crisis acelerada –desacelaración crítica, vamos- y una derechona que se refuerza (¿nueva?), sin pudor ni vergüenza, aprovechando la tradicional mala leche e inconsistencia del homo ibericus en estado de hambruna (désele jamón ibericus en grandes dosis, y todo arreglado).
Debo reconocer, sin embargo y a despropósito, que lo que más gracia me hace del libro de Gustavo Vidal es su aire a TBO de risa, más que a novela de humor. Dicho esto como abierto elogio por mi parte (advertencia para aquellos malpensados e incultos que no leen tebeos). Si es verdad que el guiso huele a cazuelita de codorniz, y que está cocinado pensando en los fabulosos humoristas que frecuentaban aquellas revistas maravillosas como “Buen Humor”, “Gutiérrez” o “Don José”; si es verdad que a través de la alargada sombra de Jardiel podemos retrotraernos también hasta Ramón, hasta Muñoz Seca, hasta Valle-Inclán, hasta –si estuviera en una presentación del libro con almuerzo y regalo de ejemplares- el propio Cervantes… Más verdad es que a mi la comunidad vecinal en que cohabitan los personajes de “El hijo secreto…” me recuerda mucho a la inefable 13 Rue del Percebe, del maestro Ibáñez. Como la tetrapléjica investigación policial del trío protagonista tiene mucho también, me da a mí, de aventura de Mortadelo y Filemón –antes de Fesser, “por favor” (otra gran revista)-, con un toque guarro y sicalíptico del Vázquez más allá de Anacleto (agente secreto). ¿Acaso no son Doña Caridad y Doña Esperanza una suerte de Hermanas Gilda? ¿No es Cesáreo Ataulfo digno heredero del Profesor Tragacanto –de Schmidt-, sin su clase de espanto, pero con otra clase de espanto peor? Juzgue el lector. Pero juzgue benévolamente, con buen humor.
Resumiendo, en una época tan triste como esta, vuelve la mejor manera de pasar el rato: divertirse con algo serio. Reírnos del sombrío panorama de hipocresía, fariseísmo, corrupción, santurronería y conservadurismo puritano –que disfrazado de pro-vida es pro nobis, o sea, por ellos y para ellos-, disfrutando el grotesco espectáculo de este contagioso baile de San Vito que es la crisis. Apreciar el desopilante y surrealista humor que exudan nuestros políticos, empresarios y fuerzas vivas (algunas más muertas que vivas), ya que ellos mismos, como es habitual, son incapaces de percibirlo.
“El hijo secreto del Papa Ratzinger” tiene gracia. Muchas gracias. Llega en buen momento, cuando la literatura de humor es reivindicada en ciertos cenáculos –con más de cena que de…-, cuando renace cierta prensa satírica –véase “Mongolia”-, y, sobre todo, cuando todo, Todo, TODO, se nos viene encima. Es decir: el mejor momento para que, como buenos españoles, raza casta y seria donde la hubiere o hubiese, nos echemos unas risas -y unos tintos- a la salud del hijo secreto del Papa Ratzinger… sea quien sea, por cierto (o por falso).