Javier Sierra, premio Planeta 2017, escribe el prólogo de la novela de Julio R. Naranjo ‘Sin alma’
El reconocido escritor Javier Sierra, premio Planeta del año 2017, y autor de libros tan populares como ‘La cena secreta’, ‘El ángel perdido’ o ‘El maestro del Prado’, ha escrito el prólogo de la novela de ficción histórica e intriga Sin alma, de Julio R. Naranjo.
Sin alma narra la historia de un lugar maldito, en el contexto de la Guerra Civil Española. Una oscura novela de terror y locura que, no obstante, mantiene un lugar para la esperanza.
Prólogo de Javier Sierra para la novela ‘Sin alma’ de Julio R. Naranjo
A los de mi generación la Guerra Civil española nos pilla algo lejos. Crecimos durante la Transición y los ecos que nos llegaban de ella eran casi siempre por boca de los abuelos. El hambre, la miseria, y sobre todo el miedo, afloraban en sus relatos cargándolos de sombras funestas en las mejores sobremesas familiares. “¡Madre, déjelo ya! No asuste a los niños”, oía protestar a mamá mientras la yaya se encogía en un extremo de la mesa de Navidad, seguramente con las sirenas de las alarmas antiaéreas todavía zumbando en sus tímpanos.
A mi hermano y a mí esas historias nunca nos afectaron, la verdad. La guerra que teníamos en la cabeza era la que veíamos en las películas del Séptimo de Caballería o en Star Wars, donde siempre estaba claro dónde estaban los “buenos” y los “malos”. Nuestros juegos con soldaditos de plástico reforzaban esa idea, y los pobres indios o los stormtroopers del Imperio se llevaban casi siempre la peor parte en las batallas incruentas que librábamos en el patio de casa.
Un día, sin embargo, la Guerra Civil se hizo presente. Lo recuerdo muy bien. Ocurrió durante uno de aquellos largos veranos que pasábamos a las afueras de mi Teruel natal. Mi ciudad, como le sucedió a la Celtiberia que retrata esta novela en las cercanas tierras de Guadalajara, fue escenario de algunos de los combates más cruentos de la contienda. Yo no lo sabía. O no me importaba, que viene a ser casi lo mismo. Mi atención estaba entonces focalizada en cómo sacarle más partido a mi flamante Motoretta roja y en qué caminos de arcilla iba a ponerla a prueba con mi pandilla. El caso es que en una de aquellas salidas, Pedro -un crío de diez años, más fuerte y grandote que yo- rodó por un terraplén y acabó estrellándose en el fondo de una zanja. Salió del agujero hecho un Ecce Homo, con las piernas cubiertas de arañazos y sangrando por todas partes. “¡La culpa es de esto!”, lloriqueó. Y extendiendo sus manos, nos mostró un puñado de piezas metálicas ennegrecidas, algunas con estrías y otras dobladas de forma extraña, que nos dejaron ojipláticos.
Recuerdo haber descendido al lugar del accidente como pude y recuperado un buen puñado de aquellos hierrecillos. Estaban por todas partes. Dispersos pero presentes. “¡Igual valen algo!”, saltó Willy, otro de los chicos de la cuadrilla, ajeno a los quejidos de Pedro. “Conozco un chatarrero que te dará unos duros si le llevas piezas de metal”, añadió para animarlo.
Fui yo el que le mostró aquel tesoro a mis padres. Y fueron ellos los que, demudados, nos exigieron saber de dónde habíamos sacado aquello. Nos contaron que aquella zona fue, en 1937, una de las zonas de la ciudad donde se habían librado combates en la Guerra Civil y que la zanja que habíamos descubierto debía de ser una vieja trinchera llena de metralla. “¡Y puede quedar aún alguna bomba sin explotar!”, me advirtieron asustados.
De repente, el brillo de sus pupilas hizo que aquella guerra dejara de ser lejana y abstracta. El desinterés que nos provocaba mutó en temor y fascinación, y mi pandilla y yo comprendimos que estábamos jugando sobre el escenario de un horror del que iba a sernos difícil alejarnos.
Con el tiempo llegaron las lecturas sobre la guerra. En el colegio, pocas. Pero después, en la Universidad, los ensayos y artículos sobre el fratricidio nacional empezaron a desfilar ante mis ojos con implacable periodicidad. Las descripciones históricas, las cifras de muertos o de pérdidas materiales, las disputas políticas que desembocaron en la barbarie fueron impactando como balas perdidas en mi conciencia. “¡Madre, déjelo ya!”, volvía a escuchar como el eco de tiempos lejanos. Pero esta vez era yo el que no quería dejarlo. Luego llegaron las novelas. La secuencia también se me antojó infinita. Soldados de Salamina, La mula, Por quién doblan las campanas, La voz dormida… Y así los renglones de la historia se convirtieron en lágrimas.
Hacía mucho, por cierto, que no derramaba ninguna. Decidí alejarme de la Guerra Civil cuando me convertí en escritor. Sustituí la miseria humana por el misterio. Me parecía éste más luminoso, más esperanzador, aunque a menudo estuviese también teñido de negro. Pero, en mitad de ese exilio lector, ha llegado a mis manos esta novela… y he vuelto a reconectarme con la tragedia. Con los ajusticiados. Con el olor a muerte. Las fosas comunes. La desesperación. Y he vuelto a escuchar el susurro de mi abuela, los respingos de mi madre por callarla, el relato de las trincheras de Teruel y hasta el ulular del cierzo sobre los campos de batalla de Pastrana que describe Julio Naranjo en las líneas que siguen. Pero, sobre todo, me ha recordado cómo en las historias donde hay un dolor profundo, salvaje y atávico, se gesta siempre el caldo del malditismo. El Mal emerge inclemente como una bestia con voluntad propia. Es un alma desalmada capaz de impregnar lugares y familias enteras. Un virus que lo altera todo, que no se deteriora con el paso del tiempo ni le importa habitar en la Alcarria o en Texas, y del que es casi imposible apartarse.
He comprendido –como lo harás tú, lector, al transitar las páginas que te aguardan– que es inevitable no sentirse parte de esa u otras guerras y no escuchar el grito de nuestros muertos clamando desde el más allá… “¡Nunca más!”
Ojalá les hagamos caso. Ese día habremos vencido a la Bestia. Habremos recordado que nuestra conciencia no está en manos del “lado oscuro”. Y no seremos un “sin alma” como alguno de los personajes que están a punto de salirte al paso.
Javier Sierra
Otoño de 2020
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